La Iglesia celebra hoya la festividad de todos aquellos que nos han precedido en su marcha a la Casa de Padre, y que ya están disfrutando de la presencia de Dios cara a cara. Es decir, todas aquellas personas anónimas que ya son santos. Esta fiesta nos recuerda que todos somos llamados a la santidad en esta vida. En los primeros siglos de vida de la Iglesia había un día para recordar a los mártires. El Papa Bonifacio IV (608-615) transformó un templo griego en uno cristiano para dedicarlo al culto de "Todos los Santo". Y fue en el año 840 cuando la festividad comenzó a celebrarse el 1 de noviembre. Hemos de recordar que muchas fiestas importantes comienzan su celebración el día anterior por la noche, en la misa vespertina de vigilia, es decir el 31 de octubre. En inglés sería All Hallow’s Eve, la víspera de Todos los Santos. Con el tiempo su pronunciación fu cambiado hasta la conocemos en nuestros días Halloween. Esta celebración poco tiene que ver con la importancia del día que hoy celebra la Iglesia Universal, aunque su origen sea el mismo.
Ver másEn Anjou, en Neustria, san Licinio, obispo, a quien el papa san Gregorio I Magno encomendó los monjes que se dirigían a Inglaterra (c. 606).
En la ciudad de Mukacevo, en Ucrania, beato Teodoro Jorge Romzsa, obispo y mártir, que, por mantener su fidelidad infatigable a la Iglesia en tiempo de persecución de la fe, mereció alcanzar la palma gloriosa.
En Munich, de Baviera, en Alemania, beato Ruperto Mayer, presbítero de la Compañía de Jesús, que fue celosísimo maestro de los fieles, ayuda para los pobres y obreros y predicador de la palabra de Dios. Sufrió persecución bajo el nefasto régimen nazi, siendo deportado primero a un campo de concentración y, después, recluido en un monasterio totalmente incomunicado con sus fieles.
En la ciudad de Bourges, en Aquitania, san Rómulo, presbítero y abad (s. V).
En Borgo Santo Sepolcro, la de Umbría, beato Rainiero Aretino, de la Orden de los Hermanos Menores, que brilló por su humildad, pobreza y paciencia.
En la ciudad de Ávila, en Castilla, muerte de san Pedro del Barco, presbítero, que vivió retirado en la soledad junto al río Tormes
En Lisboa, de Portugal, beato Nonio Alvarez Pereira, que primero fue puesto al frente de la defensa del reino y más tarde recibido entre los hermanos oblatos en la Orden Carmelitana, donde llevó una vida pobre y escondida en Cristo.
En París, en la Galia Lugdunense, san Marcelo, obispo (s. IV).
En Milán, de la Lombardía, san Magno, obispo (s. VI).
En Tarracina, en la costa del Lacio, san Cesáreo, mártir (s. inc.).
En Dijón, en la Galia Lugdunense, san Benigno, venerado como presbítero y mártir (s. inc.).
En Arvernia (hoy Clermont-Ferrand), de Aquitania, san Austremonio, obispo, que, según la tradición, predicó en esta ciudad la palabra de la salvación.
En el territorio de Théouranne, en Flandes, san Audomaro, que, siendo discípulo de san Eustasio, abad de Luxeuil, fue elegido obispo de los Marinos y renovó allí la fe cristiana (c. 670).
En Bayeux, en la Galia Lugdunense, san Vigor, obispo, discípulo de san Vedasto (c. 538).
En Larchant, ciudad del Gatinais Aquitano, san Maturino, presbítero (c. s. VII).
En Tívoli, en el Lacio, san Severino, monje (c. s. VI).